Significado de la Cruz de San Damian
Significado de la Cruz de San Damian
El PEREGRINO GRIS presenta en esta ocasión un vídeo explicativo sobre algunos signos del icono de la CRUZ DE SAN DAMIAN.El crucifijo de San Damián es un icono de Cristo glorioso.
El icono fue pintado sobre tela, poco después del 1100, y luego pegado sobre madera. Obra de un artista desconocido del valle de la Umbría, se inspira en el estilo románico de la época y en la iconografía oriental. Esta cruz, de 2'10 metros de alto por 1'30 de ancho, fue realizada para la iglesita de San Damián, de Asís. Quien la pintó, no sospechaba la importancia que esta cruz iba a tener hoy para nosotros. En ella expresa toda la fe de la Iglesia. Quiere hacer visible lo invisible. Quiere adentrarnos, a través y más allá de la imagen, los colores, la belleza, en el misterio de Dios...
El de San Damián es, se dice, el
crucifijo más difundido del mundo. Es un tesoro para la familia
franciscana.
A lo largo de siglos y generaciones,
hermanos y hermanas de la familia franciscana se han postrado ante este
crucifijo, implorando luz para cumplir su misión en la Iglesia.
«Sumo, glorioso Dios,
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame
fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento»
ilumina las tinieblas de mi corazón
y dame
fe recta, esperanza cierta y caridad perfecta,
sentido y conocimiento,
Señor,
para cumplir tu santo y verdadero mandamiento»
Adentrémonos en la
contemplación de Cristo
A la primera ojeada, descubrimos de
inmediato la figura central: Cristo. Es el personaje dimensionalmente
más importante. Tapa gran parte de la Cruz. Además, y sobre todo,
se destaca sobre el fondo: Cristo, y sólo Él, está repleto
de luz. Todo su cuerpo es luminoso. Resalta sobre los demás personajes,
está como delante. Tras sus brazos y sus pies, el color negro simboliza
la tumba vacía: la oscuridad es signo de las tinieblas.
La luz que inunda el cuerpo de Cristo,
brota del interior de su persona. Su cuerpo irradia claridad y viene a
iluminarnos. Acuden a nuestra mente las palabras de Jesús: «Yo soy
la luz del mundo; el que me siga no caminará en la oscuridad, sino que
tendrá la luz de la vida» (Jn 8,12). Cuánta razón
tenía Francisco cuando oraba: «Sumo, glorioso Dios, ilumina las
tinieblas de mi corazón».
Estamos ante un Cristo inspirado en el
evangelio de san Juan. Es el Cristo Luz, y también el Cristo Glorioso.
Sin tensiones ni dolor, está de pie sobre la Cruz. No pende de ella. Su
cabeza no está tocada con una corona de espinas; lleva una corona de
Gloria.
Nos hallamos al otro lado de la realidad
histórica, de la corona de espinas que existió algunas horas y de
los sufrimientos que le valieron la corona de Gloria. Mirándole,
pensamos acaso en su muerte, en sus dolores, de los que aparecen varias
huellas: la sangre, los clavos, la llaga del costado; y, sin embargo, estamos
allende la muerte. Contemplamos al Cristo glorioso, viviente.
¿No nos recuerda que todos nuestros
sufrimientos, un día, serán transformados en gloria?
Cristo denota también
donación, abandono confiado en el Padre. Dice en el evangelio de san
Juan: «... Yo doy mi vida... Nadie me la quita; yo la doy
voluntariamente... Nadie tiene mayor amor que el que da su vida por sus
amigos» (Jn 10,17-18; 15,13). He aquí al Cristo que se entrega, que
se da. Parece ofrecerse, dispuesto a todo, confiado en el Padre.
¿No nos invita a seguir sus huellas, a
entregarnos nosotros también, a dar la propia vida?
Es también un Cristo que acoge al
mundo. Tiene sus brazos extendidos, como queriendo abrazar al universo.
Sus manos permanecen abiertas, como para
cobijarnos y anidarnos en ellas. Están también abiertas hacia
arriba, invitándonos a mirar, más allá de nosotros, en
dirección al cielo. ¿No están abiertas también para
ayudarnos, para sostener nuestros pasos y levantarnos tras nuestras
caídas?
El rostro de Cristo
El rostro de Cristo es un rostro sereno,
sosegado. En línea con la bella tradición de los iconos, tiene
los ojos grandes, pequeña la boca, casi invisibles las orejas. ¿Por
qué? En la contemplación del Padre, en el mundo de la Gloria, ya
no hace falta la palabra, ni hay ya que escuchar. Basta con ver, con mirar, con
amar. Como Cristo contemplando a su Padre.
Tiene los ojos muy abiertos. Miran a
través nuestro a todos los hombres. Su mirada envuelve a quienes
están cerca, a quienes le contemplan, pero está, a la vez, atenta
a todos. «Ésta es mi sangre derramada por vosotros y por la
multitud» (cf. Mt 26,28). Con su mirada alcanza a todas las generaciones,
a los hombres de hoy, a todos los que serán. Viene a salvarlos a
todos.
En resumen, estamos ante Cristo viviente,
lleno de serenidad y de gloria, abandonado a su Padre y vuelto hacia los
hombres. ¡He aquí al Cristo contemplado por Francisco!
La parte superior del
icono
En primer lugar, de abajo
arriba, una inscripción sobre una línea roja y otra negra, con
las palabras: «Iesus Nazarenus Rex Iudeorum», «Jesús
Nazareno, el Rey de los judíos». Este texto nos remite
explícitamente al evangelio de san Juan (Jn 19,19). Los otros
evangelistas dicen: «Jesús, el Rey de los judíos». El
icono cita, pues, el texto de Juan con la palabra Nazareno. Un simple
detalle, pero un detalle importante para Francisco. Nazareno es el
recuerdo de la vida pobre, escondida y laboriosa de Jesús. Jesús
trabajó con sus manos. El que está en la gloria, el que es toda
Luz, pasó por la pobreza de Nazaret, por el trabajo humano.
Sobre el rótulo, un círculo.
En el círculo, un personaje: el Cristo de la Ascensión.
Observemos su impulso. Se eleva. Parece
subir una escalera. Abandona el sepulcro, representado en la oscuridad que
cerca al círculo. Va hacia su Padre. Lleva en la mano izquierda una cruz
dorada, signo de su victoria sobre el pecado. Alarga la mano derecha en
dirección al Padre.
La cabeza de Cristo está fuera del
círculo. Y eso que el círculo, en la iconografía, es
símbolo de perfección, de plenitud. Pero la perfección y
plenitud humanas no pueden abarcar a Cristo. Cristo rebasa toda plenitud. Por
eso está su rostro por encima del círculo.
A izquierda y a derecha, unos
ángeles. Miran a Cristo que entra en la gloria. Son rostros felices.
Cristo se alegra con ellos, y sigue vuelto hacia todos, sin dejar de mirar al
Padre. En su Ascensión y Gloria, Jesús prosigue su misión
de Salvador.
El semicírculo del
ápice de la cruz
Un círculo, del que se ve
sólo la parte inferior. La otra es invisible. Este círculo
simboliza al Padre. El Padre, conocido por lo que Cristo nos ha revelado de
Él, sigue siendo, como dice Francisco, el incognoscible, el insondable,
el todo Otro.
Por eso vemos sólo un
semicírculo. El resto, nadie lo conoce. Es el misterio de Dios,
incomprensible para nosotros hoy.
En el semicírculo, una mano con dos
dedos extendidos. Es la mano del Padre que envía a su Hijo al mundo y, a
la vez, lo recibe en la gloria.
Los dos dedos pueden tener un doble
significado: recuerdan las dos naturalezas de Cristo, hombre y Dios. Así
es el Hijo del Padre. O bien, indican al Espíritu Santo. Decimos en el
Veni Creator: «Digitus Paternae dexterae»: «El dedo de
la diestra del Padre». Así se denomina al Espíritu Santo. En
su discurso de apertura del Concilio IV de Letrán, en tiempo de
Francisco, Inocencio III habla del Espíritu Santo llamándolo dedo
de Dios.
Asombra observar cómo este icono
evoca el entero misterio de la Trinidad: Francisco no podía contemplar a
Cristo sin asociar al Padre y al Espíritu. La contemplación de
este icono le ayudó, quizás, a atisbar la plenitud de
Dios.
¿Y nosotros? ¿Nos dejamos guiar
por el Espíritu para calar en el misterio de Dios?
Los brazos de la
cruz
Bajo cada mano y antebrazo de Cristo hay
dos ángeles. La sangre de las llagas los purifica, y se derrama por el
brazo sobre los personajes situados más abajo. Todos son salvados por la
Pasión.
En los extremos de los brazos de la cruz,
dos personajes parecen llegar. Señalan con la mano el sepulcro
vacío, simbolizado por la oscuridad de detrás de los brazos de
Cristo: ¿No serán las mujeres que llegan al sepulcro para
embalsamar el cuerpo y a quienes los dos ángeles les muestran a Cristo
Glorioso?
A los lados de
Cristo
A los flancos de Cristo hay cinco personajes íntimamente
unidos a Él. Estamos en el evangelio de Juan: «Junto a la cruz de
Jesús estaban su madre, la hermana de su madre María la mujer de
Cleofás y María Magdalena» (Jn 19,25).
Acerquémonos a estos personajes,
cuyos nombres figuran al pie de sus imágenes.
A la derecha de Cristo están
María y Juan. Juan está al lado mismo de Cristo, como en la Cena.
Él fue quien vio atravesar su costado y salir sangre y agua de la llaga,
y quien lo atestiguó veraz (Jn 19,35).
María, grave el rostro, está
serena: ningún rastro exagerado de dolor; la suya es realmente la
serenidad de la creyente que espera confiada al pie de la cruz y cuya esperanza
no queda defraudada. Acerca su mano izquierda hasta el mentón. En la
tradición del icono, este gesto significa dolor, asombro,
reflexión. Con la mano derecha señala a Cristo. Juan hace el
mismo gesto y mira a María como preguntándole el sentido de los
hechos.
¿No se contiene, en esta pintura y en
estas actitudes, toda una enseñanza sobre el papel de María, que
nos conduce a Cristo y nos ayuda a comprenderlo?
¿No entendió así
Francisco el cometido de María? ¿Y nosotros? ¿Le reconocemos a
María su verdadero papel: el de enseñarnos a conocer a
Cristo?
Al flanco izquierdo de Cristo
hay tres personajes: dos mujeres y un hombre. Cabe Cristo, María
Magdalena y María, la madre de Santiago el Menor: las dos mujeres que
llegaron primero al sepulcro la mañana de Pascua. Con la mano izquierda
en el mentón, María Magdalena manifiesta su dolor, en tanto que
la otra María, la madre de Santiago, le apunta con la mano a
Jesús resucitado, invitándola a no encerrarse en su propio
sufrimiento.
Junto a las dos mujeres, un hombre: el
centurión romano que estuvo frente a Cristo y, al ver «que
había expirado de esa manera, dijo: "Verdaderamente este hombre era
Hijo de Dios"» (Mc 14,39). Es el modelo de todos los creyentes.
Parece sostener en su mano izquierda el rollo en el que estaba escrita la
condena. Con su mano derecha, y sus tres dedos levantados, enuncia su Fe en
Dios Trino: Padre, Hijo y Espíritu.
Por encima del hombro izquierdo del
centurión romano asoma una cabeza pequeñita, y detrás,
como un eco, otras cabezas. ¿No será la multitud, todos los
creyentes que venimos a contemplar a Cristo para entrar en su misterio y
reavivar nuestra fe?
A los pies de María, un personaje
más pequeño. Leemos su nombre: Longino. Es el soldado romano.
Mira a Cristo, y sostiene en la mano la lanza que le traspasó el
costado.
Al otro flanco, a los pies del
centurión, otro personajito. Apoya la mano en la cadera, y parece
mofarse de Cristo crucificado. Sus vestidos hacen pensar en el jefe de la
sinagoga. Su rostro aparece de perfil. Detalle sorprendente en un icono, cuyos
personajes generalmente están de frente con la cara iluminada. Este
hombre no ha alcanzado todavía la luz de Cristo. Es menester que la otra
parte de su rostro, la que no se ve, salga de la oscuridad y sea iluminada por
la Resurrección.
A los pies de
Cristo
En el pie de la cruz, a la derecha, hay dos
personajes: Pedro, con una llave, y Pablo. Debía haber otros. El tiempo
los ha borrado. Eran, quizá, santos del Antiguo Testamento, o san
Damián, patrono de esta iglesita, tal vez también san Rufino,
patrono de la catedral de Asís. La sangre de las llagas se difunde sobre
ellos y los purifica.
Sobre Pedro, a media altura
frente a la pierna izquierda de Cristo, un gallo en actitud desafiante. Evoca
la negación, la de Pedro y las nuestras. Es el símbolo,
igualmente, del alba nueva. Saluda con su canto los primeros rayos del sol y
nos invita a todos a salir del sueño para adentrarnos en la luz de
Jesús resucitado.
* * *
El Cristo de San Damián,
recién contemplado, contiene una asombrosa densidad teológica. En
él encontramos la evocación del Misterio Trinitario y la plenitud
de Cristo, encarnado, muerto y resucitado. Unido a los suyos en el cielo por la
Ascensión, sigue permanentemente vuelto hacia nosotros. Su Misión
es salvarnos a todos. Estamos ante el Misterio Pascual total.
Cristo no está solo sobre la cruz.
Está en medio de un pueblo, simbolizado en los personajes que lo rodean
y atestiguan su resurrección. Hoy, también, sigue vivo en medio
de su Iglesia. Invita, a quienes le contemplamos, a ser sus testigos.
¿Oímos su llamada?
Articulos Extraido desde www.franciscanos.org
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